EXAMINAD
LOS ESPIRITUS
I
Si bien reflexionamos, veremos que todos tenemos esa
natural tendencia a creer que estamos en la verdad, simplemente porque nos la
enseñó así nuestra madre inolvidable o nuestro querido padre o nuestro sabio
párroco, etc. Pero Dios nos enseña, por boca de San Pedro, que hemos de estar dispuestos
para dar en todo momento razón de la esperanza que hay en nosotros (I
Pedro III, 15), es decir de la fe que profesamos; pues la esperanza se
funda en la fe, en las cosas que no se ven (Rom. VIII, 24). Es, pues, como
si dijera: Examinad el espíritu que tenéis, si es bueno o malo, si merece fe o
desconfianza.
Con lo cual vemos que no es recta delante de Dios
esa posición antes recordada que tiene un móvil puramente sentimental o humano,
y que no significa certeza en el orden sobrenatural.
Pues nuestra madre, por ejemplo, puede haber sido muy querida pero muy
ignorante, y por lo demás, los hijos de una mahometana o de una japonesa shintoísta,
etc., piensan sin duda con igual honradez que sus padres y sus maestros no
pudieron engañarlos. Y como la fe no es tampoco una argumentación
filosófica, sino el asentimiento prestado a la palabra de Dios revelante, ¿qué haremos
para examinar los espíritus, sino buscar todo el tiempo la confirmación de lo
que creemos o esperamos o su rectificación en caso necesario para sanear
verdaderamente nuestra fe de cualquier deformación proveniente de creencia
popular o supersticiosa?
II
Más de una persona que quiere ser piadosa, se
dedica a una piedad sentimental, y está convencida de que no será oída por
Dios, sino recitando tal fórmula determinada, y esto delante de tal imagen determinada
y no de otra, y en tal día y no en otro, y cree esto con tanta firmeza como si
lo hubiese leído en el Evangelio, mientras ignora casi por completo las
palabras de vida que allí nos dejó nuestro divino Salvador.
A tal persona no le falta lo que se llama devoción
es tal vez la más piadosa de la parroquia, pero sí, la recta espiritualidad.
No sabe distinguir entre lo esencial y lo secundario, y así se trastorna en
ella el orden de los valores, de modo que los de poco valor le parecen más
importantes que los de primera categoría. Es porque esa alma se deja llevar,
sin darse cuenta, de un espíritu pseudo-religioso, que es precisamente la mejor
arma del diablo para corromper las almas piadosas.
Peor es el caso de los que tienen una religiosidad
enfermiza, como aquella que San Pablo estigmatiza en II Tim. IV, 5-4,
diciendo que habrá hombres, que "no soportarán más la sana doctrina, antes
bien con prurito de oír se amontonarán maestros con arreglo a sus
concupiscencias. Apartarán de la verdad el oído y se volverán a las
fábulas". El Papa Benedicto XV cita este pasaje en la Encíclica “Humani
Generis", donde exhorta a los predicadores a no ambicionar el aplauso de
los oyentes, y agrega: "A éstos les llama San Pablo halagadores de oídos.
De ahí esos gestos nada reposados y descensos de la voz unas veces, y otras
esos trágicos esfuerzos; de ahí esa terminología propia únicamente de los
periódicos; de ahí esa multitud de sentencias sacadas de los escritos de los impíos,
y no de la Sagrada Escritura, ni de los Santos Padres". Agradecemos al
Sumo Pontífice la franqueza con que azota aquí las faltas que algunos hacen en
la predicación, con lo cual da a entender que las aberraciones espirituales de
los fieles tienen su paralelo en las desviaciones de los predicadores.
La religiosidad de esta clase de cristianos es un
problema. "Tendrán, como dice San Pablo, ciertamente apariencia de piedad,
mas niegan su fuerza" (II Tim. III, 5), o sea, su espíritu. A la gran masa
le gusta tal deformación de la religión, porque exige poco: solamente algunas
"apariencias" piadosas, las más baratas posibles: en lo demás, libertad
para vivir la vida, pues esos hombres son "amadores de los placeres más
que de Dios" (II Tim. III, 4). ¡Con qué claridad San Pablo ha visto
nuestro tiempo! Y le dio también el nombre que le corresponde: tiempo de
apostasía, apostasía práctica, por supuesto, ya que las "apariencias"
de piedad impiden la apostasía formal. La apostasía disfrazada es para el
Apóstol de los Gentiles "el misterio de la iniquidad", del cual habla
en II Tes. II, 7 ss., para abrirnos los ojos sobre los espíritus que nos
engañan bajo forma de piedad y aparatosa religiosidad, incluso apariciones.
III
¿Cómo podemos reconocer los falsos espíritus?
¿Cómo descubrir "los poderes de engaño" (II Tes. II, 11), que
"con toda seducción de iniquidad" (íbid. v. 10) y vestidos de
"ángel de luz" (II Cor. XI, 14) corrompen la grey de Cristo, no
exteriormente, sino interiormente, como lo describe el Apóstol en el segundo
capítulo de la II Carta a los Tesalonicenses, y Jesucristo en la
parábola de la cizaña (Mat. XIII, 24 ss.)?
El mismo Dios nos brinda en la Sagrada Escritura las
armas defensivas contra los espíritus que falsifican la piedad, diciéndonos que
hay que examinarlo todo para ver si es de Dios o de los espíritus malos. “Examinadla
todo y quedaos con lo bueno" (I Tes. V, 21). “No queráis creer a
todo espíritu, sino examinad si los espíritus son de Dios" (I Juan IV,
1).
Lejos de tener esa llamada fe del carbonero, que
acepta ciegamente cuanto escucha (cómodo pretexto para no estudiar las cosas de
Dios), debemos imitar a los primeros cristianos, que escuchaban a San Pablo en
Berea, y siendo "de mejor índole que los de Tesalónica, recibieron la
palabra con gran ansia y ardor, examinando atentamente todo el día las Escrituras,
para ver si era cierto lo que se les decía" (Hech. XVII, 11).
A los judíos que no le reconocían corno Mesías,
dice Jesús: "Escudriñad las Escrituras. . . ellas son las que dan
testimonio de Mí" (Juan V, 39). Lo mismo diría El hoy a los que no
conocen su fisonomía auténtica de Dios-Hombre o le destronan de su única posición
de Mediador entre Dios y los hombres (I Tim. II, 5).
Escudriñad las Escrituras, leed los Evangelios, las
Cartas de San Pablo, estudiad rasgo por rasgo la personalidad de Cristo,
rumiad cada una de sus palabras, que son luz y vida, imbuíos de su espíritu, y
os inmunizaréis contra todo intento de desfigurarlo o sustituirlo por
apariencias. El atento lector del Evangelio está prevenido contra los falsos
apóstoles y las apariencias de piedad y sabe que Cristo es el centro de toda la
religión cristiana, y cuanto más una devoción se acerca al centro tanto más es
cristiana. Enfocando todas las cosas con la luz del Evangelio descubre él lo
que es verdad y lo que es apariencia. Demos gracias a Dios que nos ha dado la
antorcha de su palabra para orientarnos.
San Juan nos da un método muy sencillo para
conocer y discernir los espíritus. Dice el Apóstol predilecto: "Todo
espíritu que confiesa que Cristo ha venido en carne, es de Dios, y todo
espíritu que no confiesa a Jesús, no es de Dios, sino que es el espíritu del
Anticristo" (1 Juan IV, 2-3). Es decir, todo lo que redunda en honor
de Jesucristo y contribuye a la glorificación de su obra redentora, viene del
buen espíritu: y todo lo que disminuye la eficacia de la obra de Cristo o lo
desplaza de su lugar céntrico, procede del espíritu maligno, aunque se presente
disfrazado como ángel de luz y obre señales y prodigios, (Mat. XXIV, 24; II
Tes. II, 9). Pues todo falso profeta tiene dos cuernos como el Cordero (Apoc.
XIII, 11), es decir, la apariencia exterior de Cristo, y sólo pueden descubrirlo
los que son capaces de apreciar espiritualmente lo que es o no es palabra de
Cristo.