§ La
Comunión de los Santos no se detiene, pues, en el umbral de las tebaidas. No
hay excelencia individual en los miembros de Cristo que no esté ligada a la
vida de todo el cuerpo y no redunde en él. La Comunión de los Santos es el
enriquecimiento de todos por todos; pero a menudo puede ser el enriquecimiento
de todos o de muchos por uno solo. La Iglesia, considerada como tebaida de las
almas, presenta una jerarquía misteriosa de valores y de poderes subordinada,
sin duda, a la jerarquía visible, aunque no corresponde a sus grados; y ése es
el milagro más hermoso de la Comunión de los Santos. Pero la vida y el fin son
ahí la misma vida y el mismo fin que en la Iglesia ciudad. "In ecclesiastica hierarchia, interdum qui
sunt Deo per sanctitatem propinquiores, sunt gradu infimi et scientia non
eminentes... et propter hoc superiores ab inferioribus doceri possunt"[1].
[Dentro de la jerarquía eclesiástica ocurre que los que están por la santidad
más cerca de Dios, suelen estar por el rango en el grado más bajo, y no ser
eminentes en la ciencia. Y es por esto que en esta jerarquía los superiores
pueden ser enseñados por los inferiores.— Santo Tomás]. Esos humildes
miembros de Cristo, que forman la jerarquía de la Tebaida, llegan a veces a
reproducir en ellos la imagen perfecta de Cristo, en la cual han sido
incesantemente transformados[2],
y parecen disponer de su poder redentor y mediador —pero siempre al servicio de
la ciudad—.
San
Agustín hubiera
mirado como una ofensa el comparar con nuestros mártires, y aun con los
miembros más flacos de la Iglesia, los héroes que los paganos deificaron:
"Contra unam aniculam fidelem christianam, quid valet Juno?[3]”
[¿Qué vale Juno, comparada con una fiel viejecita cristiana?].
§ La
Comunión de los Santos une la Tebaida con la ciudad, y no por un vínculo
puramente espiritual e invisible, sino mediante la participación en los
sacramentos, en la religión de la ciudad y en la profesión de la Fe que la ciudad
enseña.
§ El
misterio de la Iglesia no se hace inquietante ni oscuro porque se prolongue en
las profundidades de la Tebaida. No debe decirse: Quis descendet in abyssum? Pues esa hondura es toda
simplicidad. En la Comunión de los Santos, el comercio de bienes invisibles
no se realiza sin orden, y la jerarquía invisible de las almas está sujeta a leyes;
y ese orden y esas leyes tienen su principio en la ciudad.
¿Acaso
el misterio de la Iglesia no aparece sensible aun a los mismos ojos? Es la
Ciudad-Esposa, tal corno el Apocalipsis nos la muestra[4],
visible a todos, llena de resplandor como un fenómeno celeste. Hela aquí que
desciende de las alturas luminosas, ya terminada, con sus cimientos y sus
muros, y no a la manera de las viejas ciudades que dejan su recinto primitivo
en la montaña para acercarse lentamente a la llanura. La Ciudad-Esposa parece
suspendida en el aire, como un plano propuesto de modelo a los constructores, o
invitando de lejos a los peregrinos: pero muestra, al mismo tiempo, el aspecto
macizo de una ciudad fortificada; tiene una plaza, de cristal y de oro, para
las reuniones y las transacciones de sus ciudadanos, para sus fiestas y sus
triunfos: platea
civitatis aurum tanquam vitrum perlucidum[5]. Si su vida religiosa no está
localizada en ningún templo, templum non vidi in ea, no es porque allí
se haga un culto abstracto, sino que el templo[6]
de ella es el Cordero, con Dios omnipotente. La luz que la ilumina no es, por cierto,
una claridad de este mundo, non
eget sole neque luna, aunque es la Luz hecha Hombre: Lucerna ejus est Agnus[7].
§ La
Ciudad-Esposa. ¡Qué idea y qué imagen! ¡Qué revelación espiritual y
sensible, divina y humana! Junto a ella se desvanecen todas las tentativas de
deificación de la ciudad terrestre y pagana, y eso que se ha tenido la osadía
de llamar "los milagros de la civilización". También se desvanecen
ante ella todos los falsos sistemas de religión puramente interior y espiritual.
§ Lo
que hace la excelencia de esta Ciudad, es el ser divina y humana al mismo
tiempo. Como Cristo introduce en el orden de la humanidad el tipo del Hombre
Nuevo, cuya imitación es obligatoria porque es Dios, y posible porque es
Hombre, así la Iglesia, porque su constitución es Divina y humana, se impone
desde muy alto a todos los estados terrestres, a la vez que opera con gran
eficacia sobre la misma materia humana. Decimos que se impone: en efecto,
su fin sobrenatural hace de ella el tipo de sociedad más elevado que pueda
darse; y a su fin se subordina el fin de las sociedades temporales. Decimos que
opera: en efecto, ocupa un sitio real entre las sociedades terrestres, está
visiblemente organizada, y es efectivamente activa. Dando a todos los órdenes
de servicios sociales un alcance sobrenatural, puede decirse que los duplica,
que acrecienta y completa la eficacia y la beneficencia propias de esos
servicios[8].
§ Esta
aleación, hecha por Dios, está tan bien equilibrada que empieza por sustraer la
Iglesia a los excesos y a las confusiones que no evitan los más famosos
constructores de sociedades. Vemos caer a Platón, por exceso de
idealismo, en el comunismo que sabemos, tan vigorosamente refutado por Aristóteles[9].
Este, a su vez, al asignar al Estado un fin moral, y no solamente utilitario, a
saber: hacer virtuoso al hombre, no destaca con suficiente precisión la idea de
la virtud que espera del ciudadano[10].
Además, para completar la obra de las leyes, recurre al auxilio de la Filosofía[11],
la cual no podría ser función orgánica del Estado.
La
Iglesia previene esos excesos y repara esa falta. Mantiene la Ciudad cristiana
en conformidad con las leyes de la naturaleza y con el fin temporal; pero bajo
la dependencia, además, de una ley moral más precisa y perfecta que la virtud cívica,
porque es sobrenatural.
Por
otra parte, el equilibrio de los dos elementos, divino y humano, de que está
hecha la Iglesia, es tan armonioso que permite justificar al uno por el otro.
El origen y la base de la sociedad natural es la familia; el origen y el
fundamento de la Iglesia es la Paternidad de Dios, "de quien toda paternidad
toma el nombre en los cielos y en la tierra"[12]. Nuestro Señor mismo quiso tener
una genealogía y una familia.
Más
aún: la función esencial de la autoridad, en la sociedad humana, es hacer reinar
la justicia por las leyes. De un modo semejante, la ciudad cristiana toma su
vida de la justicia satisfecha en Dios por la Redención, restablecida en el
hombre por la gracia. La Iglesia da a la autoridad y a las leyes su apoyo y su
sanción verdaderos, haciéndolos partir de la Razón misma de Dios y concluir en
su juicio. Mirando estas cosas de cerca se ve que la justicia es el alma de la
Caridad; la Caridad concluye la obra de la justicia, hace encontrar en ella
reposo y alegría. La justicia cristiana es, pues, la que hace de la ley cosa
moral, y no cosa convencional, "como pretende Licofrón”[13].
Finalmente,
el más hermoso derecho de la autoridad humana es el de fiscalizar la educación
de los niños —por más subordinado que esté al derecho de la familia y al de la
Iglesia—; pero el derecho primordial de la Ciudad-Esposa, así como también su misión
primordial, es enseñar.
Por
lo demás, todas las formas que la sociedad humana puede adoptar —ya sea de un
modo sucesivo, o bien combinándolas con mayor o menor acierto— la Iglesia las
reúne con entera felicidad en su seno; Patriarcal en el Antiguo Testamento, la
iglesia es a la vez Monarquía absoluta, Jerarquía de derecho divino, Pueblo
inmenso de elegidos y de santos. Y puede decirse que al manifestar su
aristocracia por la sucesión apostólica del episcopado, y canonizar el número
por la catolicidad, lo hace en la misma medida en que exalta, por la unidad, su
Cabeza.
§ Ese
paralelismo, o más bien esa compenetración del elemento divino y del humano, ¿adónde
nos conduce sino a la idea de cristiandad? La ciudad cristiana penetra en la
vida de las ciudades terrestres demasiado profundamente para que entre ellas no
haya un orden. Los seres colectivos, como seres individuales, tienden a formar
un conjunto, pues de otro modo ya no responderían a los designios de Dios. Los
planes divinos son planes de conjunto, y en eso se ve la excelencia de todo
plan. "Substrahere ordinem rebus creatis est ei substrahere id quod optimum
habent: nam singula in seipsis sunt bona, simul autem omnia sunt optima propter
ordinem universi. Semper enim totum est melius partibus, et finis ipsarum"[14]. [Sustraer a las cosas creadas
su orden, es privarlas de lo mejor que tienen: pues cada una es buena en sí
misma., pero todas juntas son muy buenas, a causa del orden del universo. El
todo, en efecto, es siempre mejor que las partes, y es además el fin a que están
ordenadas. Santo Tomás]. La cristiandad es la manifestación necesaria de
ese orden. Los pueblos y los Estados, como los individuos, también forman parte
de la Iglesia.
§ Esa
armonía de los dos elementos, divino y humano, que se realiza en la Iglesia,
explica también la predestinación de Roma a ser el asiento de la primacía
pontifical. En efecto, ¿qué personificaba Roma, sino el genio de la ciudad
terrestre? En ella se afirmaba la unidad del mundo, se organizaba poco a poco
aquella legislación que debía llegar a ser la razón escrita, la ley
latina, madre de todas las legislaciones. El apogeo de Roma debía, pues, ser la
señal de la aparición de la Ciudad-Esposa; las dos ciudades, unidas, realizan
como un resumen del plan divino. Esa unión no es alcanzada sin lucha, las
luchas de las persecuciones imperiales -pero por parte de la Iglesia nunca fué
una absorción, no obstante las muchas probabilidades que tuvo de sustituirse al
Imperio—. Las palabras del Maestro, Non veni legem solvere, sed adimplere, pueden ser repetidas por la
Ciudad-Esposa con alusión a la ciudad romana, sin casi variar el sentido. Cristo
se digna hacerse ciudadano de Roma para llevar a perfección su civilización y
su ley[15]: por
efecto de esa unión con la Iglesia, Roma reviste un ser nuevo, espiritual,
simbólico, que abarca todos los tiempos y se extiende aún más allá de los
tiempos. Como se dice la Jerusalén celeste, se dirá la Roma eterna.
[1] Sum. theol., Ia, q. CVI, a. 3.
[8] Nota (¿del traductor o de Guerra Campos?):
"A los hombres políticos que
declaran a la Iglesia una guerra sin tregua, después de haberla denunciado como
enemiga; a los sectarios que no cesan de calumniarla y vilipendiarla con un
odio digno del infierno, a los falsos paladines de la ciencia que se ingenian
para hacerla odiosa con sus sofismas, acusándola de ser la enemiga de la
libertad, de la civilización y de los progresos intelectuales, contestad con
intrepidez que la Iglesia Católica, señora de las almas, reina de los
corazones, domina al mundo porque es la esposa de Jesucristo.
Teniendo todo en común
con El, rica de sus bienes, depositaria de la Verdad, ella es la única que puede
reclamar de los pueblos la veneración y el amor.
Por eso, todos los que
se vuelven contra la autoridad de la Iglesia, bajo el injusto pretexto de que
ella invade el dominio del Estado, imponen límites a la verdad; los que, dentro
de una nación la declaran extranjera, declaran al mismo tiempo que la verdad
debe ser extraña a esa nación; los que temen que la Iglesia debilite la libertad
y la grandeza de un pueblo, vense forzados a confesar que un pueblo puede ser
grande y libre sin la verdad”.
(Discurso del Sumo Pontífice Pío X, en ocasión de la Beatificación de
Juana de Arco, abril de 1909).
[10] Nota (¿del traductor o de Guerra Campos?):
"De estas dos ideas: rectitud moral
y eficiencia, la segunda tenía mayor parte en lo que los griegos entendían por virtud."
(Véase esta interpretación de la Política de Aristóteles, con las
citas precisas, en Political and moral Essays, del R. P. Rickaby, S. J., pág. 146 y
sigs.).
Sarai meco,
senza fine, cive
Di quena Roma
onde Christo e Romano...
[Serás conmigo, por
siempre, ciudadano
De aquella. Roma en que
Cristo es Romano]
(Purg., XXXII,
102.)
Aquí Dante opone
la Roma eterna del Cielo a la Roma terrestre. Pero no, ya no debe hacerse tal
oposición; si Jerusalén no es más que un símbolo, Roma está viva, así en la
tierra como en el cielo.