VIII
MATERNIDAD Y PRIMACÍA DE LA
IGLESIA
Ninguna
maternidad es comparable a la maternidad de la Iglesia por la nobleza, por la
fecundidad, por la ternura, por la fortaleza.
Por la
nobleza: salida del Corazón de Dios y del Corazón de Cristo, inmune
contra la herida del mal y la arruga del tiempo[1];
la Iglesia no engendra para la esclavitud; y lleva el honor de Dios mismo. ¡Con
qué orgullo saluda San Pablo esa maternidad! "Illa autem, que sursum est
Jerusalem, libera est, que est mater nostra"[2].
[Mas aquella Jerusalén
que está arriba, es libre; la cual es nuestra madre].
§ Por
la fecundidad: en proporción con el amor que la une a Cristo, la de
la Iglesia es, pues, sin limites, y está siempre en acto. Todos tenemos que
renacer por ella: "Nisi quis renatus fuerit...”[3]. [No puede entrar en el reino de
Dios sino aquel que fuere renacido de agua y de Espíritu Santo]. Pero al entrar
en la vida verdadera no abandonan su seno. "Para la Iglesia, engendrar
es recibir en sus entrañas a sus hijos; la muerte los hace nacer”[4].
En el preciso momento que dejamos este mundo, en ese día natal, la
Iglesia es más que nunca nuestra madre: en el Cielo somos perfectamente suyos.
La maternidad de la Iglesia es inmensa, como la paternidad de Dios.
§ Por
la ternura: su ternura de Esposa recae sobre sus hijos: en ellos la
Iglesia ama a Cristo. Y nadie ama a Cristo como le ama la Iglesia; y así también,
no hay nada que Cristo ame tanto como la Iglesia. De ahí que no haya nada tan
puro y desinteresado como ese cariño: "Sólo amamos cualidades",
dice Pascal; pero la Iglesia ama nuestras personas, y en primer lugar
nuestras almas, sin abstracción ni sutileza.
De
ahí, también, que ninguna madre sepa rogar por sus hijos como la Iglesia.
Conoce el precio del bien que anhela para ellos: y les desea ese bien, como se
los desea el Corazón de Cristo. Por eso a la Iglesia le ha sido dada la fórmula
dominical de la oración: "Oratio dominica profertur ex persona communi
totius Ecclesiae"[5]. [La oración dominical es
proferida por la persona común de toda la Iglesia], y con ella, más que el
genio de la oración, la plena posesión de ese Espíritu que es oración viva y
divina, que es la oración única que brota en el seno de Dios.
Tampoco
hay madre que llore como llora la Iglesia: siente la pérdida eterna de sus
hijos con una intensidad de duelo enteramente sobrenatural, en el que puede
verse el signo más aproximado de lo que sería el dolor de Dios, si ese dolor
fuera posible. Los compadece en sus desgracias con los gemidos de una angustia
maternal, en sus Letanías y Oraciones: llora la muerte temporal de sus hijos
con los sollozos de su liturgia de difuntos; pues sólo ella es verdaderamente
fiel a las almas, y las asiste en su indecible Purgatorio. ¡Y cuán tierna es la
veneración con que ha rodeado siempre los restos mortales de sus hijos!
La
oración y las lágrimas que brotan de nuestro corazón y de nuestros ojos pueden
traducir profundidades de ternura y de tristeza; pero nosotros no nos
sentiremos nunca cumplidos con los que amamos, ni dignos de nuestro propio dolor;
sino es haciendo pasar por el corazón y la voz de la Iglesia nuestra aflicción
y nuestro duelo.
§ Por
la fortaleza: la fortaleza de la maternidad de la Iglesia nace del celo
que Dios le da por las almas. Las almas valen a sus ojos más que todos los mundos:
"quam
commutationem dabit homo pro anima sua?[6] [¿Qué cambio dará el hombre por
su alma?]. Todas, y cada una de las almas, valen toda la Sangre de su Esposo
divino. En atención a las almas de sus hijos es que la Iglesia pone tanta
constancia en afirmar el carácter absoluto de la ley de Dios, en denunciar los
escándalos, en reclamar justicia. Podría ser reducida a la impotencia y aun al
silencio ante la injusticia material y la opresión de los cuerpos, pero nunca
dejará de reivindicar los derechos de las almas. Por ellas sabe padecer con
longanimidad, y ceder magnánimamente. Por ellas muestra en sus avisos y prohibiciones
una vigilancia tan previsora y a veces tan alarmada, que llega a tener de madre
no sólo la fuerza, sino también la debilidad y los temores. Es "a mother of innumerable
fears for those she loves" [una madre llena de temores por aquellos a quienes ama].
Alimenta, al mismo tiempo, el heroísmo del celo, y mantiene una viril severidad
en el amor. No recurre sino a lo que hay de más puro en la obediencia: "Animas
vestras castificantes
in obedientia charitatis (texto griego: veritatis)[7]
[Haciendo puras vuestras almas en la obediencia a la caridad; en el texto griego:
en la obediencia a la verdad.]
§ Es
cierto que entre la paternidad de Dios y la maternidad de la Iglesia hay un
tipo intermedio, pero es el de Nuestra Señora[8].
La maravilla de la maternidad de María se refleja en la Iglesia, que, por la
sola gracia del Espíritu Santo, engendra a Dios en la humanidad, y a la humanidad
en Dios. La universalidad de la mediación maternal de María se realiza también
y se consuma por la Iglesia.
§ La
maternidad de la Iglesia añade agrado y alegría a todos los gozos de la Fe. Del
amor filial por la Iglesia puede decirse cabalmente: "Charitas omnia
credit"[9] [La caridad
todo lo cree]. La regla de fe se hace viviente y familiar, llega a ser una voz
querida y armoniosa. Esa autoridad maternal obra en nosotros como un principio
de absoluta docilidad intelectual. Aun cuando no alcancemos el encanto de la
maternidad de la Iglesia sino desde muy lejos, ya no nos es posible jugar con
la idea de Catolicidad, ni querer limitar el dominio de la certeza católica,
porque eso sería limitar la maternidad de la Iglesia. En cuanto nos inclinamos
a reconocer a la Iglesia como Madre de nuestra fe, es preciso reconocer que no
solamente debe ser la unión de los corazones la que contribuya a la
Catolicidad, sino también, y en primer término, la unión de las inteligencias;
y que la caridad fraternal no puede suplir a los estragos que se hayan hecho en
la Unidad de la Fe.
La
maternidad de la Iglesia inspira al cristiano las más nobles intransigencias y,
si puede decirse, los más delicados pudores. Con sólo dejar debilitarse la
lealtad o el fervor de su obediencia, impugnaría, de hecho, el derecho maternal
de la Iglesia; lo cual sería como si de pronto se despertase en él una grave
sospecha contra la legitimidad de su nacimiento y el honor de sus padres.
§ La
abnegación de una madre puede muy bien medirse por el valor del alimento que da
a sus hijos y el cuidado que pone en prepararlo. ¡Considerad qué Pan nos da la
Iglesia, y cómo nos lo prepara! "Venite, comedite panem meum, et bibite
vinum quod miscui vobis"[10]. [Venid, comed mi pan, y bebed
el vino que os he mezclado].
[1] Efesios, V, 27.